9 - El gobierno presidencial no es compatible con la democracia

15.02.2019 10:39

               La vigente Constitución Política de Colombia entroniza al presidente de la República como símbolo de la unidad nacional y como titular de los atributos de jefe de Estado, jefe de gobierno, suprema autoridad administrativa y comandante supremo de las fuerzas armadas de la República. Además, le faculta para nombrar y separar libremente a los ministros del despacho y a los directores de departamentos administrativos; los actos que contienen esos nombramientos y remociones solamente van firmados por él. Estos funcionarios son los jefes de la administración pública nacional; les corresponde dirigir la actividad administrativa, ejecutar las leyes y formular las políticas atinentes a su despacho, bajo la dirección del presidente de la República.

               Así pues, este funcionario está investido con los poderes de suprema autoridad, los cuales son característicos de la soberanía, pese a que conforme al texto claro del artículo tercero de la Constitución, aquel atributo político reside exclusivamente en el Pueblo, del cual emana el poder público. Esta incoherencia de las normas constitucionales es la consecuencia del astuto y artificioso modo de revestir al régimen de gobierno oligárquico con la apariencia de democracia.

               Aunque en el citado artículo tercero se introdujo la manera de despojar al Pueblo de sus atributos soberanos mediante la artimaña de establecer que el Pueblo ejerce la soberanía por medio de sus representantes, esta norma no sirve de fundamento para catalogar al presidente como representante del Pueblo, porque no existe norma constitucional alguna en la que se diga que lo representa.

               Siendo evidente que los atributos soberanos del presidente de la República no son delegados por el Pueblo en virtud de representación, también es perfectamente claro que esos atributos solo tienen origen en la Constitución Política de modo independiente de la voluntad política del Pueblo. Por tanto, esos atributos de poder no son de naturaleza democrática sino de inconfundible carácter oligárquico, el cual corresponde al modo de gobierno en el que unos pocos poderosos imponen su voluntad política con la única finalidad de proteger sus intereses y sus conveniencias.

               En regímenes oligárquicos y plutocráticos como el de Colombia ocurre que los partidos políticos de los que suele salir elegido el presidente de la República son exclusivos círculos de dirigentes que actúan al servicio de los nacionales y de los extranjeros poseedores de la mayor riqueza del país. El poder electoral de esos partidos se fundamenta en el apoyo financiero que reciben de sus ricos patrocinadores, con el cual disponen de abundantes recursos para pagar los costosos gastos de las campañas electorales. Esos gastos se originan en servicios de publicidad, transportes, espectáculos, festejos, distribución de obsequios y hasta compra de votos, para atraer, seducir y comprometer a la clientela con la finalidad de obtener resultados favorables en las elecciones. 

               Pero, desde el punto de vista electoral, el ciudadano que es elegido presidente de la República no obtiene su encumbrada posición política como consecuencia de una verdadera mayoría de votos que supere la proporción mínima de la mitad más uno de los ciudadanos registrados en el censo electoral. La Constitución vigente solamente exige que la supuesta mayoría con la que sea elegido apenas sea una de las varias minorías que obtenga más votos que las otras. Dada la circunstancia históricamente comprobable de que la abstención de los votantes nunca es menor del 51%, es imposible que en este país la elección de presidente de la República se efectúe por la verdadera mayoría de los ciudadanos; desde que entró en vigencia el sufragio universal, en ningún caso el número de votos con el que se ha elegido a este funcionario ha llegado a ser la mitad más uno de los ciudadanos registrados en el censo electoral.

               La facultad del presidente de la República para nombrar y separar libremente a los ministros y a los directores de departamentos administrativos hace posible que reparta entre sus más leales amigos y entre los recomendados de mayor confianza la dirección y el manejo de los órganos de la administración pública en el nivel nacional, no con la finalidad de atender a las necesidades de la población y al mejoramiento de las condiciones de vida de los habitantes, sino con el objeto de favorecer y proteger los intereses económicos de los patrocinadores que le financian la campaña electoral.

               En esas circunstancias, el desarrollo de la actividad administrativa no podrá corresponder a las expectativas de la mayoría de los ciudadanos; el gobierno de la nación estará siempre distante de esas expectativas, ignorándolas.

               La más grande incompatibilidad entre la democracia y el régimen presidencial se manifiesta en el hecho de que en la democracia gobierna la voluntad de la mayoría de los ciudadanos, mientras que en el régimen presidencial gobierna la voluntad del presidente, en quien está concentrada la mayor parte del poder político, de manera similar a como ocurre en los regímenes monárquicos, en los que está puesto todo ese poder a disposición de un solo individuo para que gobierne soberanamente.  

               Razones como estas, de importancia tan esencial en la organización y desarrollo de una nación, hacen imposible que pueda calificarse como democrático el régimen de gobierno presidencial; lo único que le da una ligera apariencia democrática es el modo de elección mediante procesos que, bien mirados de cerca, revelan enorme cantidad de vicios, defectos e inconsistencias que no permiten considerarlos como legítima expresión de la voluntad ciudadana.

               Por tanto, es totalmente claro que la finalidad de instituir la democracia exige la supresión del régimen presidencial como una de las principales modificaciones que es necesario hacer en la nueva Constitución Política.

               En la sociedad democrática no será necesario el presidente de la República, dada la circunstancia de que el gobierno lo realizará el Pueblo por medio de la expresión de su voluntad política, al escoger en forma mayoritaria, en cada uno de los procesos electorales, el programa de gobierno que será mandato obligatorio para la expedición de las leyes. La rama ejecutiva del poder público, conformada por los ministros que elija la Asamblea Legislativa, podrá dirigir y vigilar la ejecución y el cumplimiento de las leyes y podrá funcionar perfectamente sin presidente de la República.

               El poder político del Pueblo será único en este tipo de sociedad, porque la soberanía es indivisible. La auténtica soberanía no admite otro poder igual o superior. En tal suerte, el poder popular no puede dividirse en varios poderes, ni siquiera bajo el pretexto de crear un sistema de pesos y contrapesos en el cual se busque un equilibrio, o de crear un método de control y de regulación de unos poderes por otros.

               Indudablemente, la complejidad y la diversidad de las funciones que el poder del Pueblo debe efectuar por medio de los órganos del poder público, en la organización de la sociedad y en la regulación de las relaciones que existen entre sus miembros, hará necesaria una división de esas funciones, no del poder en sí, sino de las actividades que realiza. Razones de orden metodológico o técnico exigen separar en varios grupos las diferentes clases de operaciones requeridas para la atención de la totalidad de los elementos componentes de la vida social.

               La causa de esta división de funciones estará, en primer lugar, en la necesidad de dividir el trabajo de los órganos del poder público con el objeto de que pueda realizarse de modo especializado y, en segundo lugar, en la necesidad de establecer un orden que favorezca la eficiencia.

               En tales circunstancias, corresponderá a la misma soberanía popular regular el ejercicio de su poder, sin delegarlo, estableciendo en la Constitución Política sus limitaciones y la división de sus funciones, de conformidad con los derechos humanos y con las finalidades que se proponga alcanzar en la organización de la sociedad.

               La división de funciones del poder público coincidirá con las varias finalidades de la organización democrática que tengan el carácter de esenciales. Todas esas finalidades esenciales se agruparán en seis categorías de funciones del poder público, las cuales serán: la electoral, la legislativa o de gobierno, la ejecutiva, que dirigirá y vigilará la administración pública, la judicial o de administración de justicia, la de control fiscal o de control del manejo de los recursos del patrimonio de la sociedad y la de control disciplinario de la función pública.

               A cada una de estas categorías de funciones del poder público se les dará la denominación de rama del poder público, acompañada del nombre indicativo de la respectiva función, así: Rama Electoral del Poder Público, Rama Legislativa del Poder Público, Rama Ejecutiva del Poder Público, Rama Judicial del Poder Público, Rama Contralora Fiscal del Poder Público y Rama de Control Disciplinario de la Función Pública. De este modo se significará que el poder público tiene una división funcional en varios sectores especializados. De ninguna manera podrá interpretarse esa división como consecuencia de la ruptura de la unidad del poder público o de la creación de varios poderes autónomos.

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