6 - La clase política de Colombia

15.02.2019 10:28

               El Estado, en este país, es el instrumento de gobierno que utiliza la Plutocracia en los ámbitos de la actividad nacional, departamental, distrital y municipal. Desde la fundación de la República hasta la actualidad, los integrantes de la clase política de Colombia, con algunas pocas excepciones, han sido dueños y siguen siendo dueños de los cargos de representación popular, de los cargos de gobierno y administración pública y de las posiciones de dirección política.

               Aunque no está instituido en la Constitución Política ni en el ordenamiento jurídico, casi la totalidad de las sillas en el Congreso de la República son transmitidas de padres a hijos o a los más próximos familiares; de igual modo acontece con las gobernaciones de los departamentos y con las alcaldías municipales o con los puestos de dirección de los partidos tradicionales y de los nuevos, a nivel nacional, seccional o local.

               Esos privilegios se han establecido de hecho para conseguir la verdadera y oculta finalidad de la política en esta democracia simulada, la cual consiste en consolidar el gobierno de la Plutocracia.

               El estamento dirigente de la política aparenta ante el público estar obrando para la consecución del bien común en representación de la ciudadanía que lo eligió para las funciones de legislación, de gobierno o de administración pública, pero en realidad cumple la tarea de hacer funcionar al Estado de modo perfectamente favorable a los deseos y conveniencias del grupo nacional que, en asocio de grupos internacionales, es el poseedor del mayor poder económico; de ese modo encauza la economía en el sentido que produzca los más altos beneficios para ese grupo dominante, sin dar ninguna importancia al hecho de que cada vez se deterioran más las condiciones de existencia de la enorme mayoría de los habitantes y aumenta la pobreza y la miseria de la población.

               Por obra y gracia de la inveterada costumbre electoral y de la ausencia de normas del ordenamiento jurídico que lo impidan, gran parte del estamento político dirigente consigue la elección para los cargos de representación popular mediante el gasto de abundantes sumas de dinero que les aportan los más poderosos integrantes del estamento económico, las cuales utiliza para la seducción de electores con obsequios, halagos, intensa propaganda en los medios masivos de publicidad, compra de votos y hasta el soborno de los jurados de votación para que alteren los resultados de las elecciones.

               La farsa democrática puede funcionar aparentando que los supuestos representantes populares trabajan por el bien de la comunidad y que son intermediarios entre la población y el Estado para obtener de éste la atención a las necesidades y deseos que manifiestan, así como las soluciones a los problemas que afectan al bienestar general.

               De esta manera se ha elevado al Estado a la categoría de ente superior al Pueblo, de generoso dispensador de favores con sentido paternalista, o repartidor de privilegios en recompensa por las demostraciones de sumisión que se hagan ante sus más altos dirigentes; y se le ha convertido en un aparato que obra con autonomía, solamente manejado por la soberana voluntad e inteligencia de quien ejerza la función de presidente de la República, en cuyas manos se concentran cada vez mayor cantidad de poderes.

               En tales circunstancias, el Congreso de la República, corporación en la que se supone, según el texto de la ley, que se concentra la representación popular de toda la nación, en la realidad es un organismo que actúa como obsecuente servidor del presidente de la República, únicamente para aprobarle las leyes y las reformas de la Constitución Política en las que tenga interés, a cambio de los nombramientos de los familiares o amigos de los congresistas en las embajadas, en los consulados o en la administración pública.

               Dada la estructura constitucional que se ha dado a la administración pública y el modo como la conformación de ésta permite el manejo de la burocracia, puede acontecer que los ministerios y los más importantes cargos directivos de la administración pública sean repartidos por el presidente de la República entre los demás miembros de la clase política o entre familiares y amigos de los congresistas, a la manera de cuotas de poder, con la finalidad de premiar las adhesiones y las lealtades, para que los favorecidos puedan tener bajo su control e influencia el manejo de los dineros del presupuesto, de modo que puedan orientar el gasto a través de la contratación, según su conveniencia y, además, puedan conceder empleos públicos con los que recompensen a los gamonales o caciques electorales los favores recibidos en el acarreo de electores a las urnas de votación.

               En los niveles departamental, distrital y municipal de la administración pública, de manera similar a lo que ocurre en el nivel nacional y por las mismas circunstancias también puede existir reparto de cargos de dirección administrativa que realicen los gobernadores y alcaldes, de consuno con los diputados de las asambleas y los concejales distritales y municipales para finalidades de interés personal iguales a las arriba mencionadas.

               La consecuencia de la farsa democrática consiste en que el Pueblo pierde su soberanía por cuanto la enajena en el momento en que vota por quienes hayan de ejercer la presidencia de la República u ocupar las curules del Congreso Nacional o por quienes hayan de ejercer funciones en la administración pública en la dirección de los departamentos, los distritos  y los municipios. Quienes son elegidos con los votos del Pueblo se consideran depositarios de aquella soberanía, en tanto que los electores pasan a la condición de resignados súbditos. Así, la acción del gobierno y las funciones del Estado quedan muy lejos de la posibilidad de que coincidan con la voluntad popular mayoritaria, voluntad que no puede existir porque el estamento político impide que el Pueblo tenga conciencia de lo que quiere.

               En prevención de tan torcidas consecuencias, la democracia debe suprimir, mediante la reforma de la Constitución Política, la característica autónoma del Estado, quitándole la personalidad jurídica a los órganos del mismo, porque a través de esa personalidad se despoja al Pueblo de su facultad soberana de gobierno.

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